La UTE te invita a leer…

Falcon verde.

Por Graciela Beatriz Gutiérrez.


El Falcon en el recuerdo.

«Juntitos(…) juntitos, juntitos. Un padre, una madre, cuatro hijos y hasta un tío solterón». De aquella comedia familiar de los ’60 apenas ha quedado en mi memoria esta estrofa con su música acompañada de las imágenes en blanco y negro de la presentación, que concluía con un plano cerrado sobre la taza del neumático delantero de un Ford Falcon donde se veía el logotipo impreso. No recuerdo bien si figuraba la palabra Ford o Falcon.

Nunca fui tele adicta y en aquella época –con menos de diez años y una vida que me convocaba a la aventura desde la vereda– La Familia Falcón me era tan ajena como Las Manos Mágicas – que enseñaba trucos que jamás aprendería–, Telescuela Técnica o los discursos de Onganía.

En la década siguiente, ya adolescente, mientras desde la pantalla del televisor Pipo Pescador cantaba «vamos de paseo, pípí-pí, en un auto feo(…)», no me resignaba a abandonar mi habitar la vereda. Por eso –o quizás porque estaban por todos lados– pude ver desplazarse a toda velocidad hacia el norte, por la recién asfaltada avenida San Pedrito del barrio de Flores, varios Falcon blancos por cuyas ventanillas asomaban ostentosas ametralladoras portadas por unos sujetos que recuerdo con mucho pelo, bigotes y anteojos negros. Sin sirenas ni uniformes pero bien visibles e impunes, lo suficiente como para quedar grabados en mi memoria.

Mis recuerdos personales –como los de muchos– con frecuencia retroceden ante la memoria colectiva, no se sumergen en el olvido ni se borran, pero ceden lugar –sin entrar en contradicción– y se adaptan, porque alrededor de los relatos compartidos nos constituimos como grupo social, nos identificamos, nos reconocemos como nosotros. La constitución de nuestra identidad colectiva está íntimamente ligada a la construcción de la memoria colectiva, esa práctica social que, según afirma Hugo Vezzetti «requiere de materiales, de instrumentos y de soportes». (1)

A treinta años del golpe militar que implementó el terrorismo de Estado en nuestro país, los Falcon verdes forman parte de la memoria colectiva. Representan el temido momento del secuestro, punto de partida hacia un destino: la desaparición. Ninguno de nosotros duda acerca del tema de un relato a partir de escuchar simplemente Falcon verde; nuestra memoria los asocia de inmediato con 30.000 viajes hacia la tortura y la muerte.

Focalizar en la marca automotriz Ford y su modelo Falcon me permite empezar a preguntarme y a reflexionar acerca de las diferentes representaciones sociales que un mismo símbolo cultural soporta a través del tiempo, su relación con los medios masivos de comunicación y la responsabilidad que nos cabe como docentes en la construcción de la memoria colectiva.


La familia en la tele.

La Familia Falcón fue el nombre de la telecomedia familiar escrita por Hugo Móser, emitida con muy buen nivel de audiencia para la época, desde el 6 de febrero de 1962 y durante ocho temporadasconsecutivas. Iba por Canal 13 a las diez de la noche. Vinculándola con la historia político-institucional de nuestro país, podríamos decir que se estrenó cuarenta y cinco días antes del desplazamiento del presidente Dr. Arturo Frondizi –colocando en su lugar al presidente provisional del Senado, senador por Río Negro, José María Guido–, siguió en el aire durante la presidencia del Dr. Illia, al que vio caer bajo las botas del general Juan Carlos Onganía. Pero dejó de emitirse antes de que Onganía abandonara contra su voluntad el sillón de Rivadavia.

Este producto mediático transitó toda la década representando, con el auspicio de la multinacional norteamericana Ford – que el 21 de septiembre de 1961 instaló su filial local, Ford Argentina, en una gigantesca planta fabril de la localidad de Pacheco– a una conservadora familia de clase media porteña. Los roles estaban claramente divididos, el padre era el jefe y proveedor legítimo, la madre se ocupaba de la casa, el tío solterón era burrero y fumador, y los cuatro hijos –junto con el yerno y la mucama– aportaban, desde sus diversas personalidades y ocupaciones, temas que contribuían al desarrollo de la ficción familiar. La familia se representaba como un pilar de la sociedad, un solo cuerpo que reaccionaba en bloque para evitar el desastre si alguno de sus miembros amagaba con desviarse, mínimamente, de lo establecido como correcto.

La relación de pertenencia identitaria entre el programa y la empresa auspiciante era total, sin ambigüedades y declarada: La Familia Falcón era un programa de Ford al punto de hacer coincidir el apellido de la familia –que incluía a la «mucama de los Falcón», y se nacionalizaba con la tilde– con el nombre del modelo de automóvil que la empresa presentaba como «ideal para la familia» por su tamaño y fortaleza.

Desde la pantalla, la fuerza se depositaba en la unión familiar. «Juntitos» resistían los embates de la actualidad de los ’60 –tan propensa a los cambios y a la rebeldía– dictaminando, desde el sentido común de la clase media porteña, acerca de los acontecimientos de la política nacional y el deber ser de una familia normal. Y estuvieron vigentes, en el aire y en la memoria colectiva, mucho más tiempo que los gobiernos que le fueron contemporáneos.


El Falcon por las calles.

El Falcon –fabricado enteramente en el país a partir del 15 de julio de 1963– era un modelo popular aun cuando un cero kilómetro estuviera lejos de las posibilidades económicas del pueblo. Se trataba de un automóvil no tallerista, con amplia capacidad interna para cargarlo de mercadería, y una carrocería prácticamente indestructible, de líneas elegantemente sobrias. «Duro, fuerte, incansable: un titán», declamaba un aviso publicitario de la época. En resumidas cuentas, se trataba de un auto fuerte que servía tanto para el trabajo como para salir los fines de semana, cargando a toda la familia.

Cargar a toda la familia, levantarla, fue algo que se siguió haciendo con los Falcon durante la década siguiente, claro que no para pasear. En la década del ’70, La Familia Falcón ya no estuvo en la pantalla del televisor y la presencia cotidiana de los Falcon en las calles dejó de relacionarse con la unión familiar. Ford continuó siendo símbolo de fuerza pero en el imaginario social la fuerza ya no era la de la familia, la tenían otros y estaba en otro lado.

Según el pensador Cornelius Castoriadis, autor de La institución imaginaria de la sociedad, el imaginario social es un producto socio–histórico, una producción colectiva y anónima conformada a lo largo del tiempo por significaciones compartidas. La función que el autor atribuye al imaginario es la de responder a aquellas preguntas que la sociedad plantea respecto de su identidad, sus relaciones con el mundo, sus deseos y necesidades. Y son esas significaciones, esas respuestas que conforman una red simbólica, las que aseguran la cohesión de ese conjunto humano denominado sociedad. (2)

En tanto que producto socio–histórico, el imaginario social no se instituye único y para siempre sino que se corresponde con la época y la cultura en la que se establece. Los hechos históricos y las prácticas sociales diferenciadas que se gestaron y estallaron durante los ‘60 y los ‘70, produjeron un claro quiebre en la relación que el imaginario de la sociedad argentina establecía entre las tres f –fuerza, familia, Falcon–. Y ese quiebre apuntaló la instalación del Terror.

La aseveración de José Pablo Feimann en su libro La sangre derramada, cuando dice que «El 24 de marzo implica la era de la planificación racional y moderna de la muerte», es corta y contundente. Feimann relaciona al golpe de estado de 1976 con la Modernidad que, como sabemos y por ello no lo aclara, se rige por las ideas de la Razón y el Progreso. Ideas que no solemos cuestionar porque las tenemos naturalizadas al punto de olvidar que la Razón suele dejar de lado lo sensible, y el Progreso, en tanto inevitable avance, no se fija en aquellos que no pueden seguirle el ritmo. Fascinados durante dos siglos por logros como el tren y los avances científicos que alargan el tiempo de vida, y el disfrute del confort que los aparatos eléctricos otorgan a quienes pueden comprarlos, olvidamos que ambas ideas también hicieron posibles Auschwitz, Hiroshima y La Perla (Córdoba-Argentina).

El accionar de las fuerzas represivas en nuestro país durante el período de la última dictadura militar fue sistematizado, estuvo planificado y fue llevado a cabo mediante operaciones que se sucedían unas a otras, casi como una carrera de postas. A la investigación de una persona –realizada mediante seguimientos o infiltración- seguía la búsqueda y ubicación, el secuestro y por último la tortura sin límite de tiempo. De esta secuencia podía resultar tanto la muerte durante la tortura como nuevas búsquedas y ubicaciones sobre la base de datos –falsos o veraces– arrancados a los detenidos con los métodos aprendidos por nuestras Fuerzas Armadas en su capacitación en el exterior. El destino final de los secuestrados –luego desaparecidos– fue generalmente el traslado (eufemismo de asesinato) y, excepcionalmente, la libertad vigilada.

Para el funcionamiento de toda esta maquinaria, algunos elementos se hacían imprescindibles: lugares donde torturar y mantener con vida a aquellos que por algún motivo no querían asesinar de inmediato, mala comida para darles y que no murieran de hambre, personal para vigilarlos y evitar que intentaran escapar, comunicarse o morir por sus propios medios y decisión. Y para llevarlos a esos lugares eran necesarios autos grandes, con capacidad para arrojar cuerpos adultos dentro de ellos.

Renault 12 break, Peugeot 504, Ford Falcon; casi todos los autos grandes y de todos los colores fueron utilizados para realizar operativos que nada tenían de secreto ni oculto, porque el Terror, para existir, necesita ser visible. Los vecinos veían rodear su manzana con autos sin identificación, de noche o de día; y veían bajar de esos autos a civiles armados que rompían puertas para ingresar a una casa de familia –privado refugio, en teoría inviolable–, y llevarse embarazadas y ancianos, dejar tirados chicos y robarse los bebés, matar a la madre que resistió al secuestro. También en ocasiones escucharon helicópteros, tiroteos entre el afuera y el adentro de las casas, y espiaron el retiro de los cuerpos con o sin vida. Y vieron cargar en los baúles o tirar sobre el asiento trasero a hombres y mujeres sangrantes y encapuchados.

Y los que no vieron, supieron. Y los que no supieron fue por propia decisión, conciente o no, de no saber. Pero todos los vecinos, los que vieron y los que no, ante la imposibilidad de elaborar relatos socializables, conservaron de aquellos tiempos lo que Walter Benjamin denominó «nubes».(3) Lo reconocible –el Falcon– de una experiencia que les resultaba totalmente novedosa: la desaparición para siempre y, por no tener marcos que posibilitaran la comprensión, ajena. Y esa nube-Falcon produjo sombras impenetrables de padecimiento que quedaron, imposibilitando que los recuerdos pudieran salir a la luz, por demasiado tiempo. Para reconstruir mejor un clima de época, que puede explicar algunas cosas –y deja muchas más sin explicación–, recurro a una imprescindible cita del ya nombrado libro de Feimann:

«Los que han descrito la Argentina del ’76 y el ’77 han incurrido, con frecuencia, en un error que amengua la vivencia del miedo cotidiano. Tal vez esta experiencia la sabemos sólo quienes permanecimos aquí. Y es la siguiente: uno se enteraba de desmedidos horrores, desaparecían los amigos, o los conocidos o gente que uno no conocía pero de cuya desdicha se enteraba. Es decir, uno sabía de la existencia permanente del horror. Sin embargo, al salir a la calle lo que más horror producía era el normal deslizamiento de lo cotidiano. La gente iba a trabajar, viajaba en colectivo, en taxi, en tren, cruzaba las calles, caminaba por las veredas. El sol salía y había luz y hasta algunos días del otoño eran cálidos.

¿Dónde estaba el horror? Había señales: los policías usaban casco, en los aeropuertos había muchos soldados, sonaban sirenas. Los militares les hacían sentir a los ciudadanos que estaban constantemente en operaciones, que estaban en medio de una guerra. Pero, a la luz del día, nada parecía tan espantoso como sabíamos que era. Quiero remarcar esta sutil y terrible vivencia del horror: lo cotidiano como normalidad que oculta la latencia permanente de la Muerte».(4)

Saciar la necesidad de poner en relato aquello que se sabía que pasaba, estaba prohibido. Pero una experiencia tan traumática necesitaba volcarse en algún lado, en algún objeto cuya existencia permitiera en un futuro articular algún relato. Y la nube fue el Falcon, fue verde, fue esa presencia temida, aquello que la familia –toda familia– debía temer, el comienzo del destino incierto, el principio de la desaparición para siempre.


La fuerza de Ford.

Nuestra relación con el pasado, en tanto habitantes del presente, sólo puede ser una relación mediada. Los mediadores de esta relación, que posibilitan nuestro acceso al pasado suelen ser relatos –populares o académicos, escritos y orales–, vestigios materiales de otras épocas –que dan cuenta de la cotidianeidad y de la excepcionalidad– y esas construcciones sociales significantes que poseen un alto grado de arbitrariedad y que llamamos símbolos.

Los canales por los que estos mediadores circulan son actores interesados en la construcción de la memoria social.

El símbolo, según una de las tríadas clasificatorias de «signo» elaboradas por el padre de la Semiótica, Charles S. Peirce, es aquel signo que mantiene con su referente –aquello que el signo designa– una relación arbitraria, es decir, inmotivada. No hay similitud ni contigüidad ni ninguna relación lógica que se establezca entre el signo simbólico y aquello que designa.(5)

A la categoría de símbolo pertenecen claramente, entre muchos otros, tanto las palabras como aquellos objetos culturales que denominamos símbolos patrios. Son símbolos porque no hay razón o motivo que fundamente la relación significante que se establece entre objeto, signo e interpretante, nombre éste que se le otorga –en el esquema triádico peirciano– a la idea que el signo despierta respecto de su objeto referente. El interpretante, por estar inmerso en la circulación social de sentido, es el que alerta acerca de cualquier modificación en la significación social del símbolo.

La marca Ford se estableció en nuestra sociedad como símbolo de fuerza, es decir que socialmente representa a la fuerza: si digo Ford digo fuerza. Ford no representa excluyentemente ni poderío económico, ni velocidad, ni triunfo, ni ninguna otra cosa que no sea fuerza. Entonces, según el esquema explicativo de Peirce, Ford es el símbolo, la fuerza es el objeto y esa idea a la que Ford en tanto símbolo remite –y que varía de acuerdo con el recorte espacio- temporal que se analice– es el interpretante. En la Argentina de los años ’60, Ford remitía a la unión de la familia y en los ’70 a las patotas paramilitares que rompían familias. En ambos interpretantes Ford queda relacionado simbólicamente con la fuerza.

Los medios de comunicación son canales privilegiados por los que circula el sentido socialmente construido. Pero no son sólo eso sino que también son empresas con fines de lucro que integran la industria cultural, y como tales están insertas en un modelo económico y político con el que entablan una relación de recíproca dependencia. La empresa Ford es parte del mismo modelo y como integrante activo fue auspiciante del producto mediático La Familia Falcón –que reforzaba y defendía un modelo de familia– y de la represión física de las familias cuyos integrantes amenazaban el modelo político y económico de Ford en los ‘70. En ambos auspicios, Ford quedaba del lado de la fuerza.

Sin duda no fue Ford la única empresa automotriz que auspició secuestros familiares, pero sí fue quizás la única que tuvo en el campo de deportes de su planta industrial un centro transitorio de detención desde el que trasladaban secuestrados hacia las comisarías de las localidades de Tigre o Ingeniero Maschwitz. De marzo a mayo de 1976, los secuestros en la planta Ford alcanzaron a 25 de los 200 delegados.(6) Y éstos son datos que no entran en la categoría de «detalles de la historia» sino que corresponden a la «esencia de la memoria».(7)

La memoria es esencialmente una selección debido a la imposibilidad e inutilidad –tanto a nivel individual como social– de recordar absolutamente todo. Tzvetan Todorov señala que «(…) la memoria no se opone en absoluto al olvido. Los dos términos para contrastar son la supresión (el olvido) y la conservación; la memoria es, en todo momento y necesariamente, una interacción de ambos».(8)  De esa interacción resulta una selección que construye memoria social y que –al igual que toda selección– se rige por criterios que muchas veces no son concientes, pero que siempre se corresponden con el imaginario de la época. El imaginario social es uno de los factores que determina qué características de los sucesos son «detalles» –y podrían, por lo tanto, olvidarse– y cuáles son esenciales para la construcción de una memoria colectiva que cohesione a la sociedad.

El color –cuando hablamos de objetos– es una característica que podría entrar, desde el sentido común, en la categoría de «detalle» de la memoria. Pero abandona toda posibilidad de serlo cuando el color se lo carga de sentido histórico y dice más. Dos casos que llegan rápido a mi mente son la divisa punzó de los federales y los Falcon verdes de las patotas para–militares. Y ambos quedaron en la memoria.

No quedó cualquier auto ni tampoco cualquier Falcon, los Falcon verdes están instalados en la memoria colectiva y se reafirman en cada enunciación. Son verdes, como el dólar, como el pasto… como el uniforme del ejército. Las imágenes de archivo –cuya presencia es recurrente en cada documental que reconstruye algún aspecto o episodio de la última dictadura– con frecuencia incluyen automóviles Falcon y, no pocas veces, de otras marcas.

Pero si bien no dan cuenta del color –porque son imágenes en blanco y negro– y es relativamente fácil reconocer por la claridad algún celeste, blanco, gris perla o beige, el color de los Falcon que utilizó la represión para sus secuestros es, para la mayoría de los argentinos, uno solo: el verde.

Si bien Vezzetti afirma, respecto de la memoria colectiva, que «su forma y su sustancia no residen en formaciones mentales y dependen de marcos materiales, de artefactos públicos: ceremonias, libros, films, monumentos, lugares»,(9) esta afirmación deja afuera al imaginario social que, afirmo, es sustancial a la memoria colectiva en tanto que depende estrechamente de él y está lejos –el imaginario social– de poder considerarse un marco material.

De hecho, el color verde de los Falcon se sostuvo en el tiempo y se difundió con bastante prescindencia de dichos «marcos materiales».

En las emisiones mediáticas conmemorativas de los 30 años del golpe pude advertir, en relación con la vigencia que poseen en la memoria colectiva, escasa presencia de los Falcon verdes. El único programa que emitió el cortometraje independiente Ford Falcon/Buen Estado, realizado en la década del ‘80 por González Asturias y Barcos, fue Informe Central, de América 2, la noche del 24 de marzo de 2006. Un día antes, el diario Página/12, en su sección Sociedad, tituló «La orden que dio la dictadura para la compra de Falcon verdes sin patente» a una nota de María Seoane en la que las citas textuales de documentos en ningún momento refieren al color de los vehículos. Aparece también, en la tapa del número especial de Caras y Caretas,(10) el dibujo de la parte trasera de un Falcon verde. Sobre el margen izquierdo, junto con alambres de púas y calaveras, lo ubican detrás de los personajes centrales, Videla y Martínez de Hoz. No hubo gran presencia de Falcon verdes en los medios masivos durante marzo de 2006, pero tampoco hizo falta porque siguen estando, habitan, en el imaginario y en el discurso de la gente.


Transmisión cultural.

La historia que los Falcon verdes relatan es reciente, menos de treinta años nos separan del fin de esa época, y ninguno de los que compartimos la experiencia necesitamos una explicación sobre el significado del Falcon verde. La opinión, respecto de la necesidad de recordar o de olvidar esa página de nuestra historia, sigue estando dividida aun cuando aparenta, actualmente, haberse invertido la proporción: si en los ‘90 una mayoría audible quería dejar atrás el pasado, hoy la mayoría visible insta por verdad y justicia. El tema de la selección con la que se construye la memoria colectiva no es un tema menor.

Como comunidad tenemos una historia en común a partir de la cual –y siempre desde el presente que habitamos y el imaginario social que impera– decidimos qué atesoramos en la memoria y qué olvidamos. Y el presente, que cambia, condiciona la recuperación de ese pasado. A la vez, la memoria colectiva como construcción define identidades a partir de puntos de referencia similares y nos permite reconocernos y diferenciamos de los otros. Por lo tanto, están en juego la memoria y la identidad colectiva.

Como sabemos, la escuela fue creada en la Modernidad para instituir identidades a través de la transmisión cultural y la incorporación de prácticas sociales compartidas. A nosotros como educadores nos cabe la responsabilidad de dicha transmisión. Nos toca mediar –dice Hannah Arendt– «Entre lo nuevo y lo viejo, enseñar a los niños cómo es el mundo y no instruirlos en el arte de vivir».(11) Pero tenemos muchas limitaciones: estamos inmersos en el imaginario social, no somos neutros, adoptamos una posición respecto del pasado y no tenemos la verdad, tan solo portamos la nuestra. Tomar conciencia de esto se torna fundamental cuando tenemos en cuenta que ejercemos nuestra tarea –según Todorov– en uno de esos «lugares donde la memoria se preserva: en las conmemoraciones oficiales, la enseñanza escolar, los mass media, los libros de historia ».(12)

Todo suceso histórico corre el riesgo de sumirse en el olvido, una vez entablada la lucha de distintos relatos sobre el mismo pasado, por quedar como el único en la memoria colectiva.

Los símbolos, por su parte, corren el mismo riesgo de ser olvidados, pero se les suma otro: el de cristalizarse y vaciarse de significado por la recurrencia de una utilización que da por sentado el conocimiento compartido de su sentido. Es decir, ninguno de nosotros necesita que le expliquen de qué hablamos cuando decimos Falcon verde, pero nuestros alumnos necesitan de nuestra explicación, y la necesitarían aun si de repente el espacio mediático comenzara a poblarse de ellos.

Ford dejó de fabricar su modelo Falcon en 1991 y nuestros alumnos viven en democracia desde que nacieron. ¿Para qué explicarles a las nuevas generaciones el significado compartido que para nuestra generación tiene el Falcon verde? No sé, quizás para intentar responder otra pregunta a la que, desde hace bastante tiempo, le busco respuesta: ¿Cómo transmitir el horror de manera tal que esa transmisión sirva para que no se repita?

Sabemos que los signos –y los símbolos son signos– son imprescindibles para la comunicación, que la transmisión cultural es inimaginable sin comunicación y que los símbolos son parte de nuestra cultura. No podemos enseñar nada sin comunicarnos con nuestros alumnos y –a riesgo de resultar redundante– para ello necesitamos de los símbolos. Y quizás, si los rescatamos para dar cuenta de lo que ocurrió, cómo fue que ocurrió, qué mecanismos posibilitaron que ocurriera y enseñamos que puede volver a ocurrir, sirvan también para transmitir el horror. No para instalar el Terror sino para que el Terror no vuelva a instalarse.

El Ford Falcon es un símbolo cuyo interpretante fue cambiando diacrónicamente; analizarlo comparativamente evita demonizarlo, desandar su construcción social como símbolo no implica negarlo en alguna de sus significaciones ni querer cambiarlo, tampoco sobrevalorar su funcionalidad como vaso comunicante con el pasado. Se trata simplemente de un intento de crear conciencia del pasado, de evitar que ese pasado se quede ahí, sin significación y se torne peligroso.

Quizás si llevamos al aula los símbolos de ese pasado –entre los que el Falcon verde ocupa un lugar importante– podamos despertar algunas preguntas que nos permitan articular un relato que trascienda el horror. Un relato que logre instalar a la intolerante naturaleza humana, en la memoria colectiva, como algo que debemos superar mediante el trabajo conjunto.

La memoria colectiva es imprescindible para poder construirnos como lo que decidimos ser y no ser lo que no queremos ser. Se juega aquí el tema de la identidad de nuestros alumnos y nuestro futuro como país. Inmersos en el actual imaginario colectivo, a duras penas llegamos a advertir –por ejemplo– que un concurso de ensayos como éste era inimaginable hace diez o cinco años, para no ir más lejos en el tiempo.

Sergio Guelerman afirma que: «El desafío que enfrenta la escuela consiste en transformar la Historia –siempre tercerizada– en memoria apropiable. La verdad ineludible de los hechos –los detalles– frente a la interrogación posible de la esencia».(13) Tercerizada en tanto mediada, apropiable en tanto propia, detalles imprescindibles y esencia a construir.

Es hora de afrontar el desafío. La memoria colectiva que nos otorga identidad y nos permite pensar en un futuro común se construye a diario. Reflexionar al respecto puede resultar un buen comienzo.


Bibliografía

1 Vezzetti, Hugo. Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina. Buenos Aires. Siglo XXI Editores, Argentina, 2005, pág. 32.

2 Castoriadis, Cornelius. La institución imaginaria de la sociedad. Buenos Aires, Tusquets, 1993.

3 Benjamin, Walter: «El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolai Leskow», en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos. Caracas, Monte Ávila, 1970, pág. 190.

4 Feimann, José P. La sangre derramada. Buenos Aires, Seix Barral, 2001, pág. 101.

5 Peirce, Charles Sanders. La Ciencia de la Semiótica. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1986.

6 «Ford Falcon, modelo 76», diario Página/12, 26 de febrero de 2006. Declaraciones de Tomás Ojea Quintana, abogado y representante de los querellantes.

7 Expresiones utilizadas por Beatriz Sarlo en Tiempo Pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina, 2005.

8 Todorov, Tzvetan: Los abusos de la memoria, Barcelona: Paidós Ibérica, 2000, pág. 15.

9 Vezzetti, Hugo: Op. Cit. pág. 12.

10 Caras y Caretas, Año 45, Edición N°2.196, marzo de 2006.

11 Arendt, Hannah. «La crisis en la educación» en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios para la reflexión política. Barcelona, Ed. Península, 1996, pág. 45.

12 Todorov, Tzvetan: «Los abusos de la memoria». Barcelona, Paidós Ibérica, 2000, pág. 56.

13 Sergio Guelerman (comp.). Memorias en presente. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2001.