15.05.2015. Familiares de los dos niños muertos en el local de Flores, junto a diversas organizaciones sociales, se movilizaron desde allí hasta el taller de Caballito donde en 2006 fallecieron seis personas. “Queremos trabajar mejor”, dijo el padre de los chicos.
“Lo que pedimos es justicia, que no queden en la nada las muertes de Rodrigo y Rolando. Le quiero pedir al Gobierno de la Ciudad que nos abra las puertas a los costureros, que no se nos rebaje, queremos trabajar mejor.” Esteban Mur, el padre de los dos chicos que murieron en el incendio del taller textil de la calle Páez 2796 el 27 de abril, fue breve. Se lo veía sentido, aguantaba las lágrimas, decía que no tenía mucho más que agregar. El edificio en ruinas, enfrente de la plaza desde donde hablaba, expresaba el dolor y el pedido de justicia mejor que las palabras. Ayer, sus compañeros textiles, vecinos y organizaciones sociales y sindicales se reunieron en el lugar de la tragedia para exigir justicia y un rol activo del Estado en la regularización de la industria para un trabajo digno.
La marcha fue convocada por la Asamblea Textil de Flores, un espacio que se constituyó después del incendio y se encuentra conformado por costureros, vecinos y organizaciones como la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), la Asociación de Trabajadores de Estado (ATE Capital) y la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE).
Desde la esquina de Páez y Terrada se movilizaron primero hacia la escuela primaria Provincia de La Pampa, donde estudiaban Rodrigo y Rolando. Finalizaron el acto en las puertas del taller clandestino de la calle Luis Viale 1269, donde un incendio similar terminó con la vida de seis personas, cinco de ellas menores de edad, el 30 de marzo de 2006.
“Es alentador ver tantas personas que se sensibilizaron y sintieron en carne propia lo que pasó acá. Tenemos que encontrar una solución que nos sirva a todos los que trabajamos en estas condiciones. Algo tenemos que hacer”, aseguraba Juan, un integrante de la Asamblea Textil de Flores, ante los cientos de personas presentes. El secretario general de UTE-Ctera, Eduardo López, explicaba que “en ese taller no había trabajadores clandestinos, había dignos trabajadores que enviaban a sus chicos a la escuela pública. Si hay algo que tenemos que proteger es a la niñez. Queremos que se condene a los autores materiales e intelectuales de este incendio”.
Frente a la Plaza de los Periodistas, en Flores, el taller textil donde murieron los dos chicos tenía vida propia. Una pared llevaba pintada una cara gigante con dos alas en lugar de orejas. Con una sonrisa, que parecía de niño, pedía: “Basta de trabajo”, “Ni un pibe menos”, “Justicia por Rolando y Rodrigo”. Bolsas ennegrecidas, llenas de ropa del local, estaban tiradas contra una de las paredes del edificio, custodiadas por tres policías. Restos de persianas de madera seguían chamuscadas por el fuego en las ventanas. La puerta de ingreso dejaba ver el interior, que amontonaba escombros. A duras penas se distinguían los ladrillos destrozados de los caños de metal sueltos y los restos de prendas.
“Estas cosas no pueden suceder más. No puedo creer que en el siglo XXI haya una cortina de metal como puerta. Eran muchos trabajadores con muchas máquinas trabajando en un espacio reducido. Espantoso”, decía Francisco Reydó, un docente que da clases en una escuela de la Villa 21-24, mientras se asomaba por detrás de las cintas de seguridad que impedían el acceso a la vivienda.
Reydó se había acercado al lugar para apoyar el reclamo. “No se exige que los costureros dejen de trabajar, sino que se ponga fin al trabajo esclavo. Que puedan armar cooperativas para trabajar como cualquier laburante, con un sueldo justo y sin que los sigan explotando de esta manera”, señalaba.
Para el maestro, marchar hasta Luis Viale era demostrar que esta clase de incendios no son hechos aislados. “Los funcionarios son los responsables porque permiten que estas cosas pasen. A mí, particularmente, me moviliza porque eran pibes que iban a la escuela pública. Ahora quedaron dos bancos vacíos”, comentaba en voz baja. Las frases se le perdían entre los bombos de las organizaciones sociales.
Marcelo Sosa conocía a los chicos fallecidos. Por tres años trabajó en un local textil similar en Páez 2666, a metros de donde murieron. Renunció después de que su empleador le pidiera que lo ayudara a sacar las máquinas y la ropa del local para mudarse a Mercedes, un día después de que ocurriera el incendio. “Empecé para mantener a mi familia. Trabajaba 12 horas por día, nunca me pagó vacaciones, aguinaldos, nada”, comentaba.
“A las 8.30 me enteré del incendio. Cuando llegamos los bomberos todavía no habían llegado. Llegaron a las 10. Con unos compañeros rompimos la puerta a mazazos para poder entrar a sacar a la gente de adentro. Vimos cuando sacaron a los chicos. A mí me partió el alma.” Sosa se sacudía con las manos en los bolsillos. Los ojos se le llenaban de lágrimas. “La tarde anterior al incendio estaba sentado en la vereda y veo a los chiquitos jugando con un gato. Gustavo lo quería entrar al taller. Le dije que lo dejara tranquilo, pobre gato. Al final, se salvó y ellos no.”