El género es una construcción ideológica, una ley cultural, política, moral. “Masculino” y “femenino” son roles dentro de una dicotomía que busca ordenar cabezas y dar certezas. Pero qué pasa cuando a los dos años alguien empieza a esbozar que no es lo que se espera que sea. Lulu fue la primera niña que, por primera vez en el mundo, logró cambiar el género en su documento de identidad sin tener que acudir a la Justicia. Un paso que repiten otros chicos y chicas mientras sus familias viven el proceso desorientadas, entre sistemas represivos y derechos protegidos por la ley argentina.
Durante la cena de Navidad, Horacio entró en crisis. Se levantó de la mesa, golpeó las paredes, dio un portazo y se tiró en la cama a llorar con una foto de una bebé. “¡Se murió mi hija!”, gritaba desesperado. Pero su “hija” no se había muerto ni era un bebé: tenía 11 años y le pedía que dejara de decirle como le pusieron cuando nació biológicamente mujer. Para ese momento, ya había elegido su nuevo nombre de varón y hasta lo había cambiado en el documento.
En medio del brote de Horacio, su suegra, su esposa Bárbara y sus tres hijos se asustaron tanto que llamaron al 911. Cuando la Policía llegó a la casa chorizo en la que viven, el hombre seguía desplomado en el cuarto.
– Yo no le podía explicar a los oficiales todo lo que estaba pasando en nuestra familia, así que me resigné y les dije: “Ustedes escuchan lo que pasó, falleció una hija”- contó Bárbara.
El Facha nació en 2004 y cambió el género en el Registro Civil N°1 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a finales de octubre de 2014. Un año antes lo había hecho Lulú, la primera niña trans del mundo que pudo modificar el documento sin tener que atravesar por una batalla judicial gracias a la Ley de Identidad de Género.
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Lulú tiene 8 años y usa aritos que brillan, el pelo atado tipo media cola y calzas de colores. Algunos de sus dientes se los llevó el ratón Pérez y es fanática de Frozen y de La Bella y la Bestia. La energía le rebalsa el cuerpo: corre con su hermano mellizo por el living, por encima de los juguetes y por el fondo de la casa fabricada estilo lo-atamos-con-alambre en el Oeste del Conurbano. Cada tanto frena, se abalanza sobre la mesa de la cocina y dibuja, hasta que se queda sin hojas. Sus historias tienen principio, nudo, desenlace y final.
– Mirá: acá la bruja se roba la gema porque le da poder. Esta es la princesa, que se dio cuenta y se puso enojada y tiene que pasar todos estos obstáculos- dice mientras señala un pulpo debajo del mar, una trampa, una araña gigante, montañas.
– ¿Y esta de acá es la protagonista?
– Sí. Supera todas las pruebas, patea malvados. La bruja es fea, fea, fea. Al final, la princesa va brincando por los toboganes, le tira a la malvada un círculo de electricidad y recupera el diamante.
La nena no lo sabe del todo pero su mamá, Gabriela Mansilla, se convirtió sin quererlo en un ícono mundial de la lucha por los derechos de las personas trans. Cuando el 9 de octubre de 2013 Lulú cambió el DNI y salieron en los noticieros, Gabriela no era una activista, una académica estudiosa de la heteronormatividad ni una endocrinóloga vanguardista: era una mamá que cocinaba pizzas para vender en el barrio y que había escuchado a su hija.
Mientras peleaba contra el sentido común por lograr que Lulú pudiera tener una infancia, se tuvo que fumar que la traten de loca, que la acusen de travestir a su “hijo” por capricho, que la miren de costado, que no le quieran vender ropa de nena, que los directivos de la escuela no le renovaran la matrícula. Hace pocos días, después de dar una charla, a Gabriela se le acercó un joven y la abrazó fuerte.
– Gracias. Ojalá vos hubieras sido mi mamá – le dijo.
– No te creas, eh, ¡no sabés el carácter que tengo! – respondió ella, intentando disminuir la tensión de tamaña confesión.
– No me importa, hubiera podido usar vestido…
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El género es una construcción ideológica, una especie de ley cultural, política, moral. “Masculino” y “femenino” son roles dentro de una dicotomía que cumple la función de ordenarnos la cabeza, de mostrarnos un camino de aparentes certezas. Qué significa ser hombre o ser mujer depende de cómo cada sociedad organice sus premisas. Celeste, fútbol y armas para unos; rosa, muñecas y vestidos para otras. Es una opción. La que conocemos.
Las expectativas que genera la llegada de un bebé se organizan alrededor de esos roles y la cultura nos atraviesa desde antes de nacer. Ante una panza redonda, la pregunta de rigor es: “¿Ya sabés qué es?”. Si se hizo el estudio, cualquier embarazada puede responder esa pregunta con naturalidad, asociando automática el sexo biológico con el lugar que le espera dentro del binario.
En Argentina, en mayo de 2012, se sancionó una ley pionera en el mundo: según la 26.743, identidad de género es la “vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente”. Puede corresponderse con el sexo asignado al momento del nacimiento. O no.
En julio de 2007 Gabriela parió mellizos y le dijeron que eran dos nenes. El papá fantaseaba: “Uno va a ser electricista y el otro mecánico, van a trabajar juntos”. Durante los primeros meses de vida, uno de los bebés se la pasaba llorando. Algo no estaba bien, pero no tenían idea de qué era. Cuando Lulú pudo coordinar movimientos empezó a robarle remeras a su mamá y ponérselas tipo vestido: sólo así se frenaba la angustia. Al año y medio, cuando aprendió a hablar, fue contundente: “Yo nena, yo princesa”, dijo.
Las categorías masculino y femenino no lo abarcan todo: hay muchas maneras de estar en el mundo. Durante los primeros años de vida hay quienes se sienten a gusto con el género asignado pero que no encajan dentro del marco tradicional de los requerimientos del género, otros que simplemente no se sienten acorde y hasta hay quienes se identifican claramente con el género opuesto.
El malestar se manifiesta de diferentes modos: la incomodidad con la ropa que les ponen; la dificultad de hacer amigos; la imposibilidad de adquirir las habilidades del propio sexo; el aislamiento; el pedido de tener el pelo largo o de tenerlo corto; la negación a ir a la escuela para no tener que enfrentarse a las burlas de los compañeros o a la falta de sensibilidad de los maestros.
Según la norma legal, toda persona tiene derecho al reconocimiento de la identidad, al libre desarrollo de su persona y a ser tratada de acuerdo a su autopercepción. Pero cuando Lulú pronunció la fórmula “yo nena, yo princesa” en Argentina no había ni siquiera Ley de Matrimonio Igualitario. Si la construcción biológica era un varón, ¿cómo podía ser que se comportara como una niña?
– En aquel momento si querías ayudar a tu hijo te cagaba a palos hasta tu propio marido. Una psicóloga neandertal me dijo que tenía que masculinizarla y la torturé durante dos años. ¡Me hice tantas preguntas! – dice Gabriela.
Los padres suelen atravesar un abanico de sensaciones que van desde la sorpresa, la angustia, el miedo, la desilusión, la culpa y el enojo hasta el shock. Por lo general, los adultos interpretan las actitudes de los niños como caprichos, extravagancias o juegos y la respuesta inmediata es la violencia. A veces, porque no son capaces de escuchar lo que el niño o la niña intentan expresar niegan o reprimen. Otras, porque se lo atribuyen a un error en la crianza, se sienten culpables y buscan corregirlo.
Las diversas formas que adopta la violencia es amplia: no escuchar es expulsar, maltratar es expulsar. Para algunos padres resulta imposible tramitar la información. Otros deciden acompañar, logran atravesar la perplejidad y buscan acomodarse a la novedad de la mano de un relato. Así, hay quienes hablan de un “duelo” como forma de atravesar la experiencia trans y otros que lo pueden vivir con continuidad.
“Recuerdo que tuve miedo. Hablar de cirugías y tratamientos hormonales nos llenó de angustia y preocupación. Fue todo muy raro, una verdadera dicotomía: había un impulso instintivo que nos hacía actuar correctamente mientras transitábamos lo desconocido, lo ignorado, a pesar de que hace apenas tres años, me pregunto: ¿lo habríamos negado?”
El testimonio es parte de la Guía de Salud de la organización Capicúa Diversidad.
– No hay una explicación, se trata de aceptar desde el amor, sin “peros” – dice Gabriela.
El costo psíquico de vivir una vida oculta es altísimo. No poder expresar quién sos y cómo te sentís afecta todas las áreas de la vida. Acompañar es más simple de lo que parece: significa habilitar un espacio para la expresión de las necesidades y deseos de los niños y niñas para que rendirle cuentas a las normas sociales pase a un segundo plano. El desafío es grande e implica cuestionar la heteronorma, la organización básica de la sociedad occidental. Ningún delito. El problema no es el niño o la niña: el problema es la transfobia.
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Mariana vive en Bariloche y tuvo un hijo biológicamente varón en 1989. Cuando tenía dos años se dio cuenta de que estaba incómodo. Ella lo primero que hizo fue prohibirle que se siguiera disfrazando de Cruela de Vil, sacarle los tacos, decirle que las mujeres tenían vagina y que él no. Casi siete años después, le cayó la ficha. Ese mismo verano fue al cuarto de sus dos hijos y los sentó uno al lado del otro:
– Escuchen: ustedes tienen la libertad de ser lo que quieran ser.
– ¿Cómo? – preguntó el niño.
– Quiero decir: si sentís que sos un pájaro, sos un pájaro.
– ¿Y por qué me decís esto?
– No sé, siento que se los tengo que decir, llegado el momento vas a saber el porqué…
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Haciendo zapping, Gabriela se topó con un documental de National Geographic que se llama ‘Memoria de niñas raras”. Le bastó escuchar unos minutos para entender que era eso lo que le pasaba a Lulú. Lloró mucho antes de animarse a ir al Área de Salud de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) en 2011, cuando su hija apenas había cumplido cuatro años.
La nena se presentó en el consultorio como “Lulú” y así la llamaron. Fue la primera institución por la que pasaba que se refería a ella del modo en que se percibía, independientemente de que su corte de pelo y ropa respondieran -según el ordenamiento cultural de los géneros- al de un varón.
Para la CHA, el relato de la familia era una novedad a medias: si bien eran los primeros en consultar por una niña tan pequeña, las historias eran muy similares a los recuerdos de niñez que les contaban las personas trans adultas. Eran las mismas incomodidades, las mismas preguntas del estilo “¿quién soy?”, “¿qué ven los otros de mí?”.
No todas las personas toman conciencia de los cuestionamientos que los atraviesan en el mismo momento evolutivo ni lo hacen de la misma manera. El universo trans es tan heterogéneo como aquel que no lo es (cisgénero) y cada experiencia es única e irrepetible. La historia de Lulú combinó la fuerza arrolladora de una niña y el oído fino de los adultos. El acompañamiento permitió demostrar que existe un modo diferente de vivir la infancia trans y el reconocimiento del Estado lo institucionalizó.
Lulú cambió el DNI y al día siguiente lo llevó a la escuela. En medio de una ronda de amiguitos contó:
– ¡Me dieron mi nuevo documento!
– ¡Y a mí me van a poner anteojos! – respondió otro nene.
La difusión mediática del hecho histórico abrió puertas que parecían blindadas: desde entonces, muchas otras familias se acercaron a la CHA para consultar por sus hijos. Para Alejandra -mamá de una niña trans- leer las noticias le permitió entender lo que pasaba en su familia.
Había quedado embarazada en Puerto Madryn, había parido en Buenos Aires porque el embarazo se complicó y se había mudado a San Juan porque no conseguía trabajo. Cuando su hijo -biológicamente varón- estaba por cumplir dos años empezó a jugar con zapatos de taco, a ponerse trapos de piso como si fueran pelucas y a dar volteretas en el living simulando ser una princesa. Con las palabras de Gabriela revoloteando en la cabeza, Alejandra consultó con un psiquiatra de la obra social.
– Vos no sos de acá, ¿no? – le dijo el hombre.
– Vengo de Puerto Madryn.
– Ah, con razón, porque estos casos se dan en otras provincias, acá esta enfermedad nunca se ha visto.
– No, mi hija no está enferma – retrucó.
– ¿Cómo? ¿Entonces qué tiene?
– Ha nacido en un cuerpo equivocado.
Esa fue la respuesta que pudo armar Alejandra, que salió del consultorio llorando. La acababa de pasar por encima el antológico tren de la patologización.
La transexualidad ha sido catalogada como una enfermedad desde la psiquiatría y la psicología -‘trastorno de la identidad’, ‘disforia’ o ‘incongruencia’- y desde la medicina -falta de ‘concordancia’ entre el sexo biológico y el género-. Hasta la ley, incluso, parecía justificado que se exigiera un psicodiagnóstico como requisito antes de realizar una operación de adecuación. Los discursos patologizantes pretenden eliminar la transexualidad como una vivencia posible, realizable y digna y contribuyen a alimentar los dispositivos de odio sociales -transfobia-.
Si no existe explicación para cuando el sexo biológico y el género coinciden, ¿por qué la exigencia de que haya una que dé cuenta de la otra opción? La experiencia trans no es un trastorno psiquiátrico ni una enfermedad orgánica, no es un problema, no es un error.
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Kalym Soria tiene 50 años recién cumplidos, es presidente de la Red Intersexual Transgénero de Argentina (RITTA) y fue el primer hombre trans en cambiar su DNI, en junio de 2012. Se lo entregó la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner en mano durante un acto en la Casa Rosada. Después lo abrazó y le pidió perdón por tantos años de olvido. En el caso de Kalym, habían sido 42: nació biológicamente mujer en 1965, tuvo noción de su masculinidad desde los 4 y pudo llamarse como siente recién a los 46.
Según una encuesta del Grupo de Atención a Personas Transgénero (GAPET) del Hospital Durand, ante la pregunta sobre cuándo empezaron a percibir que su identidad de género no era la misma que lo que la cultura les había asignado al nacer, el 67 por ciento respondió antes de los 5 años y el 21 por ciento entre los 5 y los 10.
– De chico me miraba al espejo y esperaba el milagro: yo, en mi mente, era un nene – contó Kalym en la sede de RITTA, a metros de Plaza Miserere.
Alrededor suyo hay telas, maniquíes y tijeras: son las herramientas que usa la Cooperativa textil LGBT Estilo Diversa que da trabajo a quien lo necesite pero, principalmente, a las personas trans que han sido históricamente excluidas del sistema laboral.
La mamá de Kalym llegó al partido de Almirante Brown desde Tucumán con un embarazo avanzado y una valija. Cuando parió, le dijeron que era una nena. Kalym creció en Longchamps, corriendo en cueros por el campo, imaginando que era un vaquero, fabricando flechas y remontando una cometa amarilla que le había regalado su papá carpintero. Pero los Reyes Magos seguían llevándole juguetes de nena.
– Mi mamá veía que no las usaba y las volvía a guardar. Llegué a tener un estante lleno de muñecas en bolsitas. Cuando tenía seis me regalaron una ‘Rayito de Sol’. La unté con el aceite usado que quedaba enfriándose al lado de la bomba de agua y la corté, la abrí de par en par. No sé, creo que la operé.
Cuando llegó a la adolescencia Kalym solía ir a una iglesia evangelista. Le iba bien, tenía planes de misionar en el extranjero. Sus papás estaban orgullosos. Un día se mudó una familia a la casa de enfrente y el papá le sugirió:
– Me parece que la hija del matrimonio es rara. ¿Por qué no vas y le hablás de Jesús?
Le hizo caso a medias: cruzó la calle, le habló de Jesús y también se enamoró. Los padres se enteraron y le pidieron que se fuera: para ellos no era posible que una chica se enamorara de otra chica. Que Kalym fuera varón ni siquiera les parecía una opción.
El Evangelio también se puso difícil. En la iglesia le hacían sacar la grasa de la cera del piso con viruta y después volver a encerar. Una y otra vez. “Así vas a aprender la piedad de Dios”, le explicaron. También lo obligaban a ir a un pastor psicoanalista que lo cuestionaba al ritmo de ‘yo te voy a enseñar el arte de ser mujer’.
Hoy es presidente de RITTA, la organización que acompañó el proceso de El Facha.
– Visibilizar es fundamental. Si empezamos a trabajar y generar espacios de inclusión desde la niñez vamos a salvar a muchos pibes – dijo Kalym.
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El Facha tiene 11 años, idolatra a Carlos Tevez, mira a El Chavo y Los Simpsons y quiere ser chef. Como todos los miércoles, va con su mamá a terapia, en el Hospital Casa Cuna, vestido con pantalón, remera, medias y campera de Boca.
– Yo tuve tres hijas biológicamente mujeres. A la más chiquita, ponerle una pollera era una lucha, peinarla era imposible. Si le dábamos una muñeca le sacaba la cabeza, me decía “se rompió” y la usaba como pelota para jugar al fútbol – contó Bárbara.
En el verano de 2013, la familia pasó 15 días en la casa de una familia amiga en Santa Teresita. El otro matrimonio tenía un hijo varón y la “niña”, que ya tenía 8, convivió con un nene todas las vacaciones. Algo de eso le aclaró la cabeza. Cuando volvieron, no pasaron muchos días hasta que se acercó a Bárbara y le dijo:
– Mamá….
– ¿Qué?
– Yo voy a agarrar a la cigüeña y la voy a recagar a palos.
– ¿Por? ¿Qué te hizo la cigüeña?
– ¿No ves? Se equivocó conmigo: me trajo nena y yo soy nene.
– Bueno, si vos decís – dijo Bárbara.
Recordó que trató de sonar natural, pero en realidad se había quedado dura. No tenía idea de que una cosa así pudiera suceder. Tiempo después, enganchó en la televisión el documental, leyó la historia de Lulú y pidió asesoramiento en la CHA y RITTA.
El día que tenían la primera entrevista con la psicóloga, el problema no era que su hijo transitara o no una experiencia trans: el problema era que Bárbara no tenía un mango para comprar ropa de varón. La “niña” se encerró en el baño: “No pienso salir disfrazado de mujer”, le dijo.
La mamá salió a la calle desahuciada, necesitaba tomar aire, no tenía plan B. En la vereda se encontró con una vecina y le contó lo que pasaba. Minutos después, la señora golpeó la puerta con una caja en la mano: era ropa vieja de su hijo de 14 que quería regalarle a El Facha. Antes de salir, Bárbara cosió el ruedo del pantalón y acortó la remera. Facha estaba feliz.
– Era como que si hubiera venido Papa Noel. Pasó mucho tiempo hasta que pude comprarle cositas de varón – contó.
Para muchas personas que comienzan su tránsito el dinero es un obstáculo fundamental. Desde la infancia, la ropa es una pieza fundamental del rompecabezas del yo. Importa cuando se miran a sí mismos. Importa cuando se piensan frente a la mirada del otro. En algún sentido, vestirse como “indica” el género con el que se identifican tiene algo de deseo personal pero también funciona como mecanismo de defensa frente a lo performativo de los roles.
La mamá de El Facha lo vivió en carne propia: no tenía plata para comprarle un calzoncillo. Mientras su hijo atravesaba la transición, Bárbara decidió llevar toda la ropa de mujer que tenía en el placard a la CHA. “Es para Lulú”, dijo. Sin saberlo, inauguraba una red solidaria de guardarropa que hoy es un clásico. Antes había kilos de ropa que terminaban en la basura, a veces hasta por desprecio. Hace poco, una mujer en el consultorio de la institución dijo: “Por lo menos, ese que fui puede tener un mejor destino”.
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Daniela Ruiz es presidenta de la Cooperativa Arte Trans y acaba de estrenar su primer unipersonal, “Travicienta, el caballero de la noche”. Durante la obra repasa la historia de su vida, que resume en algo así como: “Soy la típica morocha, provinciana, que caí en Retiro, que no conseguía trabajo, que me prostituí, que fui violada entre tres policías, etcétera”. En un café de Caballito y vestida con glamour aunque sea sábado a la tarde, Daniela opina sobre el proyecto de la legisladora de la ciudad María Rachid que propone un subsidio para la comunidad trans.
– A veces nos dicen: ‘Ay, tampoco la pavada, ustedes no estuvieron en las Islas Malvinas’. Pero ¿sabés qué? Sí: estuvimos en una guerra en plena democracia. Y yo sigo estando en una guerra mientras se me siga muriendo mi vecina, mi compañera travesti o mi mejor amiga.
En Argentina, la esperanza de vida de las personas trans es de entre 35 y 40 años, según dos estudios de la Asociación Travestis, Transexuales, Transgénero de Argentina (ATTA). El primer informe se hizo en 2003 y todavía hoy el número no varió, aunque sí se nota un mayor acceso de las personas trans a derechos como la salud. Los cambios se verán dentro de algunos años. “Luchamos por tener una vejez, superar la barrera de los 35, es muy duro cuando una amiga se te va tan joven”, dice Ornella Ifante, de ATTA Neuquén.
La agonía empieza cuando la familia expulsa: no es extraño encontrar en zonas de trabajo sexual a niñas de menos de 15 años bajo el cuidado solidario de una chica trans adulta. Al desamparo afectivo y material traumático se suele sumar el desarraigo, la obligación de migrar desde sus provincias de origen hacia Buenos Aires.
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Daniela nació biológicamente varón, la llamaban Danielito y vivía en Salta. Se podía pasar horas viendo a Heidi: había algo de la soledad, del desamparo y del abandono de la niña en los Alpes Suizos que la hacía sentir identificada.
– Yo sabía lo que sentía la mina cuando se sacaba la ropa porque no quería tener esa pilcha puesta.
Cuando Danielito iba al kiosco de diarios en Salta pedía dos álbumes: el de los Superpoderosos para disimular y el de Frutillitas para completar.
– ¿Lo llenaste?-
– ¡Obvio!-
Como Danielito se comportaba “raro”, lo llevaron a una psicóloga que tenía un look estilo Gasalla.
– Me indagaba, me cuestionaba, me interrogaba, me hacía sentir que estaba haciendo algo mal. Un día habló con mis padres en el consultorio. Yo tuve que esperar afuera. Cuando salieron fueron contundentes: me dijeron “con vos no hay nada que hacer”.
La receta fue mandarlo a gendarmería infantil, una agonía: todos varones, todo de fuerza, todo bien macho. Cuando creció un poco, de la tortura se ocupó la escuela secundaria. Los compañeritos le dijeron tantas veces ‘maricón’ que se cansó y para ablandar la cosa se puso en personaje. “Sí, soy tremendo maricón y me como todos los chongos que quiero”, respondía. Y los neutralizaba.
– Era una defensa para que no ataquen mi feminidad – contó.
Sufría cuando tenía que ir al baño de varones o si la obligaban a orinar parada, detestaba hacer gimnasia con los nenes. “En el sistema educativo hay instalada mucha obediencia, todavía queda mucho para problematizar”, opinó Emiliano Samar, presidente del Educación por la Diversidad. Es un colectivo de docentes autoconvocados con un lema: “La visibilidad libera y la educación transforma”.
Que en la fila para izar la bandera se siga separando a las nenas de los nenes, que el patio de la escuela esté dominado en un noventa por ciento por una cancha de fútbol y las niñas no puedan jugar, que en una clase de teatro Romeo y Julieta no puedan ser dos mujeres, que “gallina puto” sea un insulto posible: todo comunica.
El Colectivo nació en la Marcha del Orgullo de 2006, cuando un grupo de seis maestros fue a la plaza con los guardapolvos puestos. En aquel entonces y hasta hoy la pregunta es una: ¿Qué espacio hay en la escuela que permita visibilizar la diferencia? Hoy son parte de UTE (Unión de Trabajadores de la Educación) y se ocupan de intervenir en las escuelas que lo pidan a través de talleres, charlas, o asesorando en situaciones concretas.
Marcelo Medina, miembro del colectivo, recordó cuando en una escuela dos chicas se besaron en la escalera y se armó un escándalo. Él no lo podía creer: “No tendría que importar tanto qué piense cada uno de nosotros sobre la construcción de identidad. Los docentes y directivos somos funcionarios del Estado, no podemos permitir que en el sistema educativo no garantice los derechos de los estudiantes”, dijo.
Danielito iba a la escuela en los ‘90. Si cuando volvía a la casa la maestra había mandado una notita en el cuaderno de comunicaciones diciendo que había hecho cosas de mujer, la mamá le ponía porotos en el piso, lo hacía arrodillarse encima y le ponía un cartel para que leyera ininterrumpidamente: “Soy Daniel, soy hombre. Soy Daniel, soy hombre. Soy Daniel, soy hombre”.
– ¡Ay! ¡Cuando me sacaba los porotos era un placer! Salía disparaba y corría, daba vueltas, me liberaba-.
Ya de adolescente Daniela empezó a “montarse”. Le robaba ropa de mujer a la abuela, salía de la iglesia evangélica del pueblo y se juntaba con amigas en el puente. Usaban el medidor de luz de guardarropas, se sacaban la corbata y el pantalón de vestir y se ponían el jean ajustado y la remera tipo top.
Cuando la echaron de la casa Daniela se mudó a Buenos Aires. Ahí, prostituyéndose y viviendo en hoteles donde pagaba más sólo por ser trans, vivió lo que recuerda como su primer “logro”. Estaba esperando un colectivo en Medrano y Corrientes. Tenía el pelo carré, un pantalón oxford negro, zuecos, una boina y una camperita roja. Cuando llegó el bondi, el hombre que esperaba delante de ella se corrió un costado, hizo un ademán y le dijo: “Pase, señorita”.
Daniela no lo podía creer: el tipo la había visto.
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Detrás de la primera violencia (la familiar) vienen todas las demás: la expulsión del sistema educativo, las dificultades para el acceso a la salud, la imposibilidad de tener un trabajo formal, el sobrevivir de la mano del consumo problemático de alcohol y drogas, el maltrato de la policía (5 de cada 10 mujeres trans sufrieron abuso físico y 4 abuso sexual por parte de las fuerzas de seguridad), las ideas de suicidio.
Son experiencias de vida en las que la exclusión es la variable constante. La forma más extrema de violencia transfóbica son los los crímenes de odio, asesinatos cometidos en base a la orientación sexual o la identidad o expresión de género de la víctima. Según el informe anual de la CHA, que se presentó el 17 de septiembre, en 2014 mataron a cinco trans: a Aldana Palacios, en Chacho; a Marita Ordoñez a golpes en Mar del Plata; a Romina Carrizos a puñaladas en Pilar; a Pamela Moreno la asesinó un ex policía en Formosa; a Gimena Álvarez también la mataron en Formosa.
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Pablo Gasol es varón trans, dramaturgo y escritor. El del 16 de mayo de 2013 fue su último cumpleaños con nombre de mujer. Cumplía 28 y no quiso festejarlo: estaba harto de la escena de la torta, las velitas y ese espantoso momento en el que todos juntos vitoreaban un nombre que ya no le significaba nada. Él se llamaba Pablo desde los 5 años.
Recuerda el día: acababa de empezar el último año de jardín y su papá lo llevó a lo de sus tíos. Entre juegos, su primo de poco más de tres años le preguntó qué onda la adultez.
– ¿Cómo es preescolar?-
– Nah, está bueno – respondió ella haciéndose la grande – pero te hacen tomar té cocido, puaj, qué asco. Hoy unas nenas no quisieron tomarlo y la seño me preguntó si yo era su amiga. Yo le dije que sí. Bah, que no, que gustaba de ellas porque, en realidad, yo soy nene por dentro.
– Ah, ¿cómo te querés llamar? – dijo su primo sin mosquearse.
– Pablo. ¿A vos cómo te gustaría?-.
– Yo me quiero llamar Gastón-.
– Bueno-.
Pablo cree que eligió el nombre por Picapiedras. Desde entonces y para siempre, a escondidas de los grandes, se llamaron por los nombres que eligieron. Para Gastón era sólo un juego: era varón y la gracia era que usaba un nombre que le gustaba más. Pero para Pablo, que se tenía que fumar que todavía lo trataran y educaran como a una nena, estar con su primo era un alivio.
Hasta que se desarrolló, fue un niño feliz. A la aparición de caracteres secundarios la llama el “game over”. Desde entonces y hasta que pudo hacer la transición, su vida fue una pesadilla. Buscaba trabajos de bajo perfil como telefonista en un call center, para que nadie lo viera. No quería hacer nada trascendente: lo estremecía pensar en que alguien lo recordara por algo que había hecho con su nombre de mujer. Hasta que empezó el tratamiento hormonal, a los 28 años, nunca había ido al ginecólogo, le daba vergüenza que alguien lo viera.
De niño, una vez, Pablo se quiso suicidar: “Mi familia había salido y yo llené la bañera con agua. Me desnudé, me metí adentro y aguanté la respiración. Pensaba que, si me moría, quizá podría reencarnar en el cuerpo correcto”. Hoy, con 30 años recién cumplidos y dos de transición, lo vive diferente: “Yo, como muchos, creía en la idea de un ‘cuerpo equivocado’ pero eso no existe: uno no nace en el cuerpo equivocado, ni en el barrio equivocado. Yo, en otro cuerpo, no sería yo”
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Según un informe del GAPET del Hospital Durán, el 59 por ciento de las personas trans ha intentado suicidarse alguna vez. Cuando repiten la misma pregunta luego del proceso de reafirmación de identidad, el porcentaje disminuye a 19.
El Hospital Durand (CABA) y el Rodríguez (La Plata) son los dos centros de salud que más consultas reciben de todo el país y Latinoamérica. Según un informe de 2014 hecho en conjunto por ATTA y la Fundación Huésped, el 78 por ciento de las mujeres trans entrevistadas y el 70 por ciento de los varones trans dijeron no tener ningún tipo de cobertura médica. Entonces, el rol de la salud pública resulta fundamental.
El 68 por ciento de las mujeres trans encuestadas mencionaron haber realizado tratamientos hormonales y en más de la mitad de los casos fueron administrados por cuenta propia. El 61 por ciento se ha inyectado aceite industrial. De los varones trans, el 33 por ciento realizó tratamientos de hormonación y la mitad lo hizo sin supervisión médica.
A fin de mayo se reglamentó el artículo 11 de la Ley, que refiere a la salud de las personas trans. Las prestaciones generales del sistema nacional de salud se deben ocupar de saldar la desigualdad en el acceso a la salud que se arrastra desde siempre. Deben estar garantizadas de forma gratuita todas las intervenciones que ayuden a adecuar el cuerpo a la identidad de género autopercibida: desde mastoplastías de aumento y faloplastía con prótesis peneana hasta tratamientos hormonales para cambiar los caracteres secundarios, para lograr ir adecuando la imagen al género autopercibido.
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Lulú y su hermano no se cansan. Se pelean, se amigan, corren por el fondo, se roban una galletita de la mesa. “Chocolate… ¡poder!”, dice Lulú mientras se acomoda un par en el platito del té que le acaba de hacer su mamá.
– ¿Qué es lo tan especial de ser una nena trans? – le pregunta su hermano.
– Ay, nada del otro mundo. Vos naciste nene y, si querés ser una nena, sos una nena trans y tenés pene, como tengo yo.
Para Gabriela, “la frase ‘nació varón y eligió ser nena’ es un despelote: ella nació nena, nosotros fuimos los que nos equivocamos”. La mamá piensa en voz alta en qué va a pasar cuando su hija se desarrolle y aparezcan los caracteres secundarios -barba, nuez, músculos-. ¿Querrá operarse? ¿Será mejor empezar con tratamientos hormonales desde más pequeña? A la mamá de El Facha le pasa lo mismo: él todavía no puede acceder a la hormonación y ya empezó a desarrollarse. ¿Quiere usar faja? ¿Es necesario? ¿Puede elegir?
De la misma manera que tenemos estructurada una representación del género, manejamos ciertas expectativas que tienen que ver con las “buenas formas” normadas respecto de los cuerpos. Para una inclusión democrática no alcanza con la aceptación políticamente correcta de las identidades trans: se impone la necesidad de tener una mirada crítica alrededor de las representaciones que manejamos en cuanto al género y su expresión.
A veces, quienes atraviesan la experiencia trans, viven la presión de sus seres cercanos, que les expresan sus ansiedades, les piden que se performen lo antes posible, le exigen que borren la ambigüedad. Pero el camino de la transición es único, no tiene puntos de partida ni de llegada, ni límites en el tiempo. No se trata de hacer transiciones para vivir en un género “verdadero”, sino de que aquellas personas que lo requieran puedan tener a mano la herramientas que algunas especialidades médicas pueden brindar.
Despatologizar las identidades trans no es solamente quitar la clasificación de los manuales de psiquiatría sino admitir que las personas pueden decidir sobre sí mismas, que son autónomas respecto a su cuerpo y que es fundamental habilitar el espacio para el propio relato. Existen infinitas formas de construir subjetividad y las técnicas de psiquiatras, psicólogos, endocrinólogos y cirujanos no deben ser ‘soluciones’ para la conformación de un ‘género verdadero’ sino meras herramientas de apoyo. La función evaluadora de los profesionales debe ser reemplazada por la de acompañamiento.
“Una novia sin tetas, más que novia es un amigo”, reza el dicho popular y todos reímos. Cuando Kalym da charlas sobre transexualidad, suele interpelar al público:
– Señor, usted que está ahí sentado, ¿es varón?
– ¡Sí!
– Imaginemos que usted tiene un accidente de auto y pierde el pito, ¿dejaría de ser varón?
– ¡No!
– Bueno….