02.08.2015. Adolescentes y jóvenes que se recibieron o estudian en la escuela de la Zavaleta ahora son alfabetizadores de los adultos del barrio que nunca pudieron aprender a leer y escribir. El plan se llama Decir es Poder. Hablan los chicos, docentes y alumnos.
Por Carlos Rodríguez
“Lo que más pega, lo que más convoca de esta iniciativa es que los jóvenes del barrio, que estudiaron en el barrio, les están enseñando a leer y escribir a los viejos del barrio que no pudieron estudiar.” El docente Maxi Malfatti es uno de los coordinadores del plan de alfabetización Decir es Poder, que se está desa- rrollando en la Villa 21 de Barracas. La primera parte fue la realización de un relevamiento, casa por casa, de las 600 familias que viven en el sector del barrio que se denomina Tierra Amarilla, para establecer quiénes necesitaban –y querían– acceder al plan. Luego vino la capacitación de los alfabetizadores, chicas y chicos egresados de la Escuela de Educación Media 6, afincada en el barrio desde 2009, o que están cursando el quinto año. En diálogo con Página/12, coordinadores, alfabetizadores y tres de las alumnas (ver nota aparte) hablan sobre lo que todos consideran una “felicidad compartida” porque “el saber nos hace libres para poder expresarnos”.
El plan de alfabetización, si bien es apoyado por el Ministerio de Educación nacional, tiene características diferentes de las del programa oficial Encuentro. “Lo que buscamos es que los alfabetizadores actúen como sujetos reparadores de derechos y que los alfabetizandos sean sujetos de derechos que fueron vulnerados en otro momento de su vida.” En la charla con este diario, además de Maxi Malfatti, coordinador general, participaron Virginia Saavedra, Jordana Secondi, Martín D’Amico, Paz Bustamante y Angeles Secondi.
De la iniciativa también participaron el Ministerio de Cultura de la Nación, la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE), la Universidad Nacional de Avellaneda y la de Universidad de Buenos Aires, los Comedores de la Villa 21 y los vecinos. El objetivo es que los mismos jóvenes de la villa contribuyan a erradicar el analfabetismo en el barrio donde viven. El plan propone un desafío para los educadores “en la construcción de Escuelas del Pueblo”, que se proyectarían a otros sectores de la Villa 21.24 y a otros barrios.
Ariel, de 19 añós, uno de los alfabetizadores, dice que lo que más lo motiva es “poder enseñarles a los mayores, que fueron los que hicieron posible que yo haya podido estudiar”. Afirma que es un agradecido “de los que lucharon por una escuela pública en la que pude aprender y llegar a ser lo que hoy soy”. Ariel concurre a la Escuela 6, la secundaria que desde 2009 funciona en el barrio Zavaleta. “Este año me recibo y mi mamá y mis hermanos están muy orgullosos de lo que estoy haciendo.” Su madre pudo estudiar “pero fue muy difícil para ella, en cambio nosotros tenemos más facilidades”, incluyendo La Casa de la Cultura, cuyo director, Mario Gómez, puso sus instalaciones a disposición del proyecto.
Los jóvenes alfabetizadores, más que enseñar, confraternizan con mujeres –son mayoría– y hombres que quieren recuperar el “tiempo perdido”. Micaela Luque, de 18 años, es una de las más expresivas y sonrientes. Llega a la charla con Página/12 llevando en sus brazos a su bebé, Bruno Benjamín, y sin necesidad de preguntas sostiene que “es genial, es muy lindo, muy gratificante lo que estamos haciendo porque estamos ayudando a gente que ha venido (en su gran mayoría) de otros países, para trabajar, para poder progresar y que no tuvieron la oportunidad de estudiar, como sí la tuvimos nosotros”.
Los abuelos y la madre de Micaela son de San Roque. una ciudad correntina que se levanta a orillas del “bravo” Santa Lucía, el río que moja sus costas y que es recordado así en el chamamé “Viejo Caa Cati”, de Albérico Mansilla y Edgar Romero Maciel. “Mis padres vinieron a Buenos Aires a los 18 años y mi mamá terminó el secundario de grande, en una escuela de Villa Lugano, cuando yo tenía 10 años; yo me quedaba cuidando a mis hermanos y ahora, para que yo pueda alfabetizar, mi vieja se queda cuidando a mi hijo.” Por su historia personal se siente “muy identificada con mis alumnas, que son paraguayas, y hasta tengo una que es correntina y con la que nos colgamos hablando de Corrientes”, se ríe.
Gustavo Bael, de 17 años, sostiene que enseñar es “algo único porque poder ayudar a otro me ayuda a mí, me hace crecer y aprendo mucho de la gente que viene porque han tenido una vida dura y conocerlos, hablar con ellos, compartir, nos hace aprender y comprender”. Gustavo también está muy contento con La Casa de la Cultura porque “es un lugar donde todos podemos venir a aprender muchas cosas, a divertirnos y eso es muy importante para los jóvenes”.
El mismo estudia en la Casa de la Cultura para cumplir su objetivo de ser “sonidista de una banda de rock; ya tengo el grupo (se llama Fusión R), pero tengo que aprender para hacerlo mejor”. Bael es paraguayo, nació en San Lorenzo, conocida en su país como la Ciudad Universitaria. Desde hace seis años está en la Argentina, junto con sus padres. Antonella Pinienta es otra de las educadoras y cumplía sus 20 años el día de la entrevista con este diario.
Antonella resalta que la rutina de las clases empieza, por lo general, cuando “con mis otros tres compañeros escuchamos las historias que nos cuentan, las cosas que le han pasado, porque es una forma de comunicarnos, de establecer un vínculo, de ganarnos su confianza”. Señala que el vínculo “en el caso de nuestro grupo, se creó en forma muy rápida, y después de hablar de las cosas cotidianas, empezamos la clase, que la planificamos entre los cuatro (alfabetizadores) porque no podemos improvisar”.
Antonella, sus padres y sus dos hermanos, son nacidos en Paraguay, lo que le permite “entender muy bien a las personas que llegaron a la Argentina como yo y que necesitan aprender y por eso, es muy lindo poder ayudarlos”. Sus padres están “muy orgullosos” de ella, que ahora se prepara para empezar la carrera de Ciencias Sociales en la UBA, porque “son muchas las cosas que hay que hacer en el barrio, a nivel social, y los jóvenes somos los que tenemos que trabajar para el futuro”. Hoy forma parte de una murga que se dedica a “rescatar a los chicos de la calle, sacarlos o evitar que caigan en la droga, y darle una actividad que los vaya incorporando en actividades culturales y gratas”.
Belén Rotela, de 18 años, está terminando quinto año en la Escuela 6 y se incorporó “de una” a la propuesta que le hizo el profesor Malfatti. Ella participó en la tarea previa de relevamiento de los vecinos que viven en el sector del barrio que se denomina Tierra Amarilla. “Todavía no empecé a dar las clases, empiezo esta semana, pero creo que el vínculo con los alumnos va a ser muy bueno porque cuando fuimos a sus casas, a contarles el plan de alfabetización, nos recibieron felices y la verdad es que la alegría fue mutua.” Hija de padre argentino y madre paraguaya, tiene cuatro hermanos, y se complementa con otro de los integrantes del grupo de educadores: “Yo entiendo el guaraní, pero no lo hablo, y un compañero lo habla, de manera que vamos a estar muy bien”.
Miriam Brizuela, de 18 años, egresó de la Escuela 6 y estudia periodismo en la Universidad Nacional de Avellaneda. “Al principio, pensar en educar no significaba nada, pero ahora me emociona porque la gente que viene es como si fueran mis tías, mi familia, y es muy lindo enseñarles.” Quiere ser periodista de televisión, que es la rama que más le gusta, “pero claro, depende de qué canal…”. Sus padres no tienen título secundario, uno de sus abuelos no pudo ir a la escuela. Con modestia dice: “Creo que ellos están orgullosos de mí, al menos es lo que creo”, se ríe.
Mariana Cassanelli se presenta como una “señora grande” porque ya cumplió los 27 años. Vive en Palermo y desde hace años realiza trabajos sociales en la Villa 21.24, motivo por el cual se quiso sumar al proyecto Decir es Poder y de inmediato se “comunicó muy bien con los chicos y con los profesores” que coordinan el proyecto. La experiencia le plantea el desafío de “educar a personas mayores, que ya tienen sus valores y sus conocimientos, aunque no hayan tenido la posibilidad de estudiar, que enseñarles a chicos a los que, además de a leer y escribir, hay que enseñarle valores; es una experiencia nueva para mí y muy grata”. Afirma que los alumnos vienen “con muchas ganas, porque aprender lo que no pudieron aprender en su momento, es lograr la libertad de no depender de nadie; ellos nos cuentan que ahora, como no saben leer, dependen de sus hijos o de sus nietos. Para ellos, el saber es ser libres”.